En aquella España vitriólica y descacharrada de 1936, cuando ya las inminencias de la Guerra Civil encharcaban nuestras urbes con los primeros jugos de la putrefacción cadavérica, el asesinato de religiosos se tornó en aliviadero de las más abyectas y excrementicias pasiones de los rojos. Mucho antes, incluso, de que se produjera el alzamiento del 18 de julio, o de que la presunta pátina de brillantez republicana se resquebrajara y mostrase tras los añicos su vera faz —faz que se develó enfurecida y cochambrosa—, los ataques a la Iglesia Católica se acuñaban por doquier como cuartos de baratillo. Quien por entonces, enceguecido por la rabia y por el odio, blasonara de ideología carmesí y ansiara proclamar al mundo su rojiza filiación, no podía sustraerse a un insulto enrabietado, a las golpizas a los ensotanados o a las gregarias violaciones de alguna monja inadvertida, que aún hoy alguna miserable celebra con alacridad. Las quemas de conventos y de iglesias se tornaron en deporte nacional; y un bonete, un rosario o un la imagen de un Cristo en piezas a cobrar y destruir, en víctimas de vilipendio y de profanación. Así, sumidos en ese anticlericalismo homicida que algunos tanto se ufanaron en propalar —especial relevancia cobró, entre otros, la revista Leviatán, panfleto liberticida y tiranoide dirigido a la sazón por el socialista Luis Araquistain—, muchos fueron los que se aplicaron con denuedo a tan salvaje tarea y dejaron con ello, como remedando esas eflorescencias guarras que marchitan a las piedras ya vetustas, un baldón insoslayable en la historia de aquellos tenebrosos años.